Juan es un alumno que llegó por primera vez al instituto, a 1º de la ESO, con algunos días de retraso. Por diversos problemas nadie se había preocupado de hacer la inscripción ni la matrícula en el plazo establecido y aterrizaba en ese momento en un lugar inhóspito y desconocido para él.
El caso es que yo le acompañé hasta la clase que se le asignó y cuando íbamos por el pasillo, antes de llegar a su aula, se vuelve hacia mí y me dice: maestro, tengo que decirle una cosa importante, que yo soy de apoyo.
Esta frase de Juan me impactó y me ha perseguido durante bastante tiempo, porque, de alguna forma, resume la angustia que vive el alumno que es etiquetado y clasificado como diferente.
El sistema educativo utiliza muchos recursos y normativas para determinar qué medidas específicas se asignan a los alumnos cuando tienen dificultades de aprendizaje y/o problemas de desarrollo. El empeño se pone en eso, en saber qué medida se aplica, en colocar la correspondiente etiqueta que, se supone, surtirá los efectos oportunos, es decir, ninguno bueno. No importa lo que pase después. Tampoco importa que haya un buen diagnóstico, que se encuentre una explicación a las dificultades y problemas que tiene el alumno. Lo sustancial es meter al alumno en el cajón que corresponda: este es de adaptación curricular significativa, aquel necesita ajuste curricular, ese otro escolarización combinada.
A partir de ese momento, el alumno empieza un doloroso recorrido que suele terminar mal: convenciéndose que no puede seguir una escolaridad normal y que tiene dificultades y problemas que le hacen muy diferentes del resto. Se le carga con una losa de la que, difícilmente, se podrá librar
Podemos imaginar el efecto que produce, en un docente cualquiera, el anuncio de que a uno de sus alumnos se le va a aplicar una medida específica, por ejemplo una adaptación curricular significativa, porque tiene “un nivel curricular” de dos, tres o más años de diferencia con respecto a su grupo de referencia. Ese anuncio se hace después de un largo proceso en el que han intervenido varias instancias y, por tanto, lleva una carga institucional muy fuerte. Obviamente, las expectativas que se suscitan en ese maestro o en ese profesor son obvias: que el alumno está en el vagón de cola, a dos o tres años de distancia del resto de la clase. Haga lo que haga el alumno, nadie le va a dar la oportunidad, nadie le va a considerar como al resto de los alumnos. Y eso, el alumno, lo va sentir, tarea a tarea, día a día, examen a examen, nota a nota. Quizá lo más dañino de todo sea el famoso “nivel curricular”. No aporta nada y sí crea muchos inconvenientes y, por ello, creo que se debería evitar.
Así pues, al final, conseguimos resultados que nadie buscaba: que el alumno pierda cualquier esperanza de ser considerado un alumno normal.
En el camino hasta llegar a ese amargo desenlace han intervenido varias personas que han aportado al alumno lo que cada uno, desde su perspectiva, consideraba más conveniente; se ha dedicado tiempo y esfuerzo, pero con escasa coordinación: cada uno tiraba del alumno desde un lado distinto y, al final, ocurre eso de que “entre todos la mataron y ella sola se murió”.
Es difícil de entender que cada docente que interviene para apoyar a un alumno con dificultades de aprendizaje lo haga desde su criterio personal y que, además, lo haga utilizando el repertorio de actividades y ejercicios específicos que cada uno considera conveniente, ¡apartándose del currículum establecido para su grupo de referencia!. Creo que cualquier alumno, como cualquier persona, tiene la profunda aspiración de ser valorado y considerado por el resto de compañeros, por los docentes, padres, etc, y eso choca frontalmente con cualquier medida segregadora.
Por eso, hay que poner en valor y dar la importancia que tiene a la programación didáctica, entendida como la forma en que cada docente adapta el currículo al grupo de alumnos concreto que se le ha encomendado; es esta una una tarea que nadie puede realizar por él o ella. Cuando no se realiza, los alumnos con dificultades de aprendizaje y problemas de desarrollo son los más afectados por tal dejación, porque, cuando no existe la referencia concreta de una programación, adquieren una fuerza enorme las etiquetas.
Es imprescindible que se elaboren las programaciones didácticas: estableciendo los estándares que se van a trabajar en cada unidad didáctica y, sobre todo, decidiendo los estándares que se consideran básicos. A partir de ahí será posible elaborar las adaptaciones y ajustes curriculares para cada alumno; en muchos casos, ese ejercicio de señalar los estándares básicos será suficiente, ya que, con las ayudas que sean necesarias, todos los alumnos podrán conseguir superarlos. Cuando eso ocurre, cuando se establecen los estándares básicos y se marcan los indicadores de logro, el alumno sabe lo que se le pide y, con alguna ayua, puede ir recorriendo el mismo camino que sus compañeros.
El objetivo del trabajo realizado durante el último año, en el que se han desarrollado numerosas herramientas de programación, era ese: permitir que todos los alumnos puedan seguir el currículo
En esa línea se han elaborado dos herramientas que dan sentido a las programaciones didácticas: extraen los indicadores de logro establecidos en la programación didáctica, (correspondientes a los estándares básicos), de un grupo de alumnos para que sean la referencia del trabajo de la adaptación que se elabore para un alumno concreto. Puedes verlo en dos entradas de este blog: Adaptación o ajuste curricular con indicadores de logro y Adaptación o ajuste curricular con estándares de aprendizaje evaluables básicos.
Propuestas que facilitan los procesos colaborativos de mejora
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