29 abr 2020

Cómo transformar la enseñanza en cada escuela. Reseña del libro Capital profesional de Hargreaves, A. y Fullan, M.

HARGREAVES, A. y FULLAN, M. (2014). Capital profesional. Transformar
la enseñanza en cada escuela. Madrid: Ediciones Morata, 239 pp.
ISBN: 978-84-7112-725-9.
En el prólogo, los autores expresan claramente cuál es su propósito “en este libro equipamos a los maestros y a quienes trabajan con ellos con perspectivas, ideas y prácticas para mejorar de forma radical su efectividad, con lo que a su vez también mejorarían las sociedades y las generaciones venideras” (p. 13). Se trata por tanto de un libro que presenta propuestas para mejorar el sistema escolar y por alcance la sociedad en su conjunto.
Para ello, proponen una concepto: el capital profesional.
Se parte de una idea muy conocida y muy intuitiva: la idea de “capital”,  como conjunto de bienes y valores que produce beneficios a través de los intereses. Está muy asentada la correspondencia entre capital y beneficios, de forma que, nadie discute el principio de que cuanto mayor sea el capital, mayor serán los beneficios obtenidos.
A partir de esa idea poderosa se construye el concepto de capital profesional, limitado a la profesión docente, de la siguiente forma: solo si se invierte en la formación y cualificación de los docentes se conseguirán los beneficios deseados, que, en este caso, son los mejores resultados posibles en la educación de los alumnos. Los autores lo expresan de esta forma: “concentremos nuestros esfuerzos no en mayores presupuestos, clases menos numerosas, cambiar el currículum, o alterar el tamaño de las escuelas, sino en procurar y producir los mejores maestros que podamos” (p. 35)
Hacen un recorrido crítico sobre los estereotipos de la enseñanza y sobre las opciones, medidas y enfoques que se han adoptado en distintos países y que no han conseguido los resultados esperados porque, de forma resumida, pretendían sacar “beneficios” sin hacer la “inversión” apropiada. En ese sentido, se analizan los enfoques que buscan la eficacia de la educación a través de medidas como la de recompensar a los maestros por los resultados académicos de sus alumnos, la de confiar en medidas estandarizadas, etc.
Es interesante el capítulo 4 que titulan “Invertir en capacidad y compromiso”. Analizan y hacen propuestas sobre cómo conseguir maestros capaces y comprometidos a lo largo de su trayectoria profesional.
Es en el capítulo 5 donde merece la pena detenerse, porque allí es donde los autores desarrollan el concepto de capital profesional como resultante de tres elementos que deben estar interrelacionados y se potencian mutuamente: el capital humano, el capital social y el capital decisorio.
El capital humano tiene que ver con el talento individual y consiste en “conocer el tema y saber cómo enseñarlo, conocer a los niños y entender cómo aprenden, entender la diversidad cultural y las circunstancias familiares de los alumnos, estar familiarizado y poder elegir las prácticas acertadas e innovadoras, y tener las capacidades emocionales para empatizar con diversos grupos de niños y de adultos dentro y fuera de la escuela”. Este tipo de capital no puede conseguirse individualmente, de forma aislada; la forma más potente de aumentar el capital humano es a través del trabajo en equipo, del capital social.
El capital social se refiere a la calidad y cantidad de las relaciones personales y es un recurso que también contribuye a la actividad productiva: “los grupos con propósito basados en la confianza aprenden más. Hacen mejor su trabajo”. El capital social es la mejor forma de incrementar el capital humano de otras personas.
Finalmente, incorporan el capital decisorio como el tercer elemento que forma parte del capital profesional. El capital decisorio es “el capital que permite hacer juicios en circunstancias en las que no existe una norma fija o pruebas inequívocas para guiarles” (p. 124). Explican que la idea de capital decisorio la tomaron de la jurisprudencia y de la medicina: “los jueces deben juzgar incluso cuando las pruebas no son concluyentes”, “los médicos tienen que juzgar cuando examinan una serie de síntomas o interpretan una resonancia cerebral”. De la misma forma, un maestro debe juzgar y tomar decisiones cuando trata de forma diferente el comportamiento de dos alumnos distintos. “Si uno sabe cómo examinar un caso y ha practicado esto en cientos o incluso en miles de casos, junto con sus compañeros, con el tiempo sabrá juzgar” (p. 124). Y eso solo se consigue con la práctica a lo largo de “diez mil horas”.
En definitiva, según los autores, el cambio y mejora de la educación se producirá en los centros que creen capital profesional y lo pongan en circulación. Este depende de tres vertientes o variables interconectadas: el capital humano, el capital social y el capital decisorio, que son referencias más concretas. De esa forma, conseguir que en un centro educativo se desarrolle y se alcance el mayor capital profesional depende de que se ponga en marcha un equipo de docentes muy cualificado (capital humano), con muchas y diversas interacciones de calidad (capital social), que es capaz de tomar las decisiones y hacer los juicios más acertados (capital decisorio). No es posible trabajar cada aspecto por separado, ya que los tres elementos son interdependientes y cada uno de ellos se va consiguiendo a la vez que se alcanzan los otros.
El capítulo 6 del libro se dedica a desarrollar más extensamente el concepto de capital social y lo hace a través de los conceptos de cultura y de comunidades profesionales, ambos muy relacionados.
Es curiosa y sugerente la forma de entender la cultura cuando dicen que “la cultura trata de lo que va unido y de lo se debe mantener separado” (p.134) y más adelante especifican que “lo que uno cree (la sustancia de una cultura) está profundamente influenciado por nuestras relaciones con quien lo cree o no (la forma de la cultura)” (p.135). Por eso, los cambios o transformaciones en el contenido de cultura se producen, principalmente, cuando se modifica la forma de la cultura (las relaciones entre las personas).
Plantean que “La enseñanza no es la profesión más antigua, pero sin duda ha sido una de las más solitarias” (p. 137) y también que el individualismo docente no es “prepotente y seguro: es dudoso e inseguro”. Entienden que la docencia no es una ciencia exacta y que la incertidumbre forma parte de su naturaleza. Por eso, los maestros y profesores mejoran cuando colaboran y aprenden de otros docentes y, precisamente, la incertidumbre hace necesario el profesionalismo, la cultura colaborativa y el rechazo a la estandarización
A partir de esa realidad proponen que para cambiar las prácticas y creencias de los maestros, y otros profesionales que les apoyan, se deben alterar las formas de comunicación y construir nuevos tipos de relación entre ellos. De ahí surgió el término “reculturizar”, que consiste en enriquecer y modificar las relaciones profesionales de una escuela, de una zona… con la idea de mejorar la labor de los docentes.
Analizan extensamente las distintas culturas colaborativas y, al final, su análisis desemboca en el concepto de comunidades profesionales de aprendizaje, que comprende tres elementos: 1) son equipos  donde se dan relaciones de continuidad, en los que hay compromiso y responsabilidad colectiva hacia unas metas educativas comunes, 2) se comprometen a mejorar el aprendizaje de los alumnos, su bienestar y su rendimiento, y 3)  las mejoras están basadas en la experiencia colectiva a partir de conversaciones maduras sobre las prácticas eficaces e ineficaces.
Finalmente, en el último capítulo que titulan “instaurar el cambio”, recogen un conjunto de propuestas que facilitan la creación de capital profesional en los centros educativos y su puesta en circulación. Para ello, proponen pautas de acción para los docentes, para las escuelas y para los directores; aunque, antes de entrar a exponerlas, dejan sentado que “El mejor lugar para empezar siempre es con uno mismo. Sus propias experiencias, frustraciones, ideales y sentido del yo son puntos de partida cruciales.” (p.182)
En primer lugar exponen 10 pautas clave para la acción, dirigidas a los docentes. Luego desarrollan 6 directrices que proponen para las escuelas y dirigentes de distrito, y, finalmente, describen 8 directrices para organizaciones estatales, nacionales e internacionales. Todas ellas, en los tres niveles, están basadas en su propia experiencia tras estar comprometidos y haber participado en múltiples reformas del sistema en diversos países. Este último capítulo es de lectura obligada para todos los que crean que es necesario mejorar el sistema escolar.
En definitiva: “si se quiere un sistema de escuelas de alto rendimiento, una economía competitiva y una sociedad cohesionada… necesitamos a los mejores maestros, con una buena preparación”

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